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CINE: EL CHICO DE LA MOTO




En la película “Rumble Fish” vemos una y otra vez un grafitti que intenta mantener viva una leyenda barrial: “El chico de la moto es el rey”, dice, y se refiere a un personaje nebuloso que tiene el aura doble del héroe caído. La cualidad mítica de este personaje se incrementa porque nunca llegamos a saber su nombre: es “el chico de la moto” y ya.


En “A Hidden Life”, la hermosa película de Terrence Malick, una imagen persiste: la de Franz, el personaje central, penetrando el paisaje pastoral de las montañas austriacas montado en su moto. De pronto, esa realidad idílica se ve profundamente transformada por el advenimiento del régimen nazi. Franz, testigo directo del resurgimiento de la brutalidad humana en una región que parecía inmune a la maldad, opta por una resistencia pacífica y evade el servicio militar obligatorio impuesto por Hitler. Su resistencia le cuesta la vida, pero también le permite resucitar en el cine, casi un siglo más tarde, como un Cristo trepado a una moto.


Las palabras “moto” y “mito” están separadas por una sola vocal… y no en vano. Porque la moto, con el hombre encima, remite a la mitología de los seres híbridos, particularmente al centauro (mitad humano y mitad equino). Y también a la mitología de la libertad, gracias a “Easy Rider”, donde un par de hippies se liberan de las ataduras del mundo y recorren en sus motos las carreteras de América.


Han habido películas dedicadas enteramente a la mitología de la bicicleta (“Jour de fete” de Tati, “Ladrones de bicicletas”, de Vitorio de Sicca) o el auto (“Traffic”, “Vanishing Point”, “Grand Torino”), pero la moto ejerce una fascinación especial ausente en otros vehículos. Quizá porque supera el umbral del juguete, donde la bicicleta deja todavía medio cuerpo, y penetra el mundo adulto, aunque no del todo: la moto, a diferencia del auto, que ya implica un pacto cívico, lleva todavía en sí el espíritu juvenil de la irresponsabilidad y la rebeldía. Por eso es personaje vivo en la famosa canción de las Shangri Las: “The Leader of the Pack”, que empieza con el rugido erótico de una moto.


He allí el otro ingrediente: la moto deja atrás la inocencia de la bici y se inscribe en una realidad donde priman el amor y el sexo, al menos como promesa. El amor, se sabe, discrimina; selecciona, en un marco de posibilidades concretas, algo que se considera único, aunque no se sepa exactamente por qué. La moto se compagina con este juego erótico, bien corroborando el rasgo instransferible y misterioso que el amor detecta u otorgándolo, las más de las veces, a quien no lo tiene. “El chico de la moto” de la película de Coppola, como el Franz de Malick, son casos arquetípicos con millones de copias sin valor alguno, así como Rene y Werther, que tuvieron, en tiempos del más desaforado Romanticismo, epígonos involuntariamente cómicos. La moto no hace al hombre, pero ayuda; es prolífica en la creación de espejismos.


Ahora bien, el aura de lo inefable solemos atribuirla a los santos, sujetos misteriosos por excelencia. El chico de la moto, en sus encarnaciones más sofisticadas, roza tangencialmente ese reino: es ambiguo, indefinido, parco, oscuro. Pero en sus versiones mundanas remite más bien a la aventura y el riesgo, es decir, al héroe. Pero no a un héroe cualquiera, sino a un héroe híbrido, mitad bestia y mitad hombre: el vaquero. Crecimos viendo películas de vaqueros, configurando inconscientemente el ideal de un héroe, siempre montado a caballo, silencioso y solitario como Shane, el justiciero; y esa imagen infantil remota resucita en diversas épocas, pero con utilería distinta, actualizándose con la parafernalia de lo nuevo; por eso la imagen que pervive de “Easy Rider”, por obvia que sea, es esa en que Peter Fonda y Dennis Hooper cambian las llantas de sus motocicletas, mientras que a un costado un vaquero arregla las herraduras de su caballo.


Marco Escalante

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